Tomar conciencia
Tomar conciencia es darse cuenta del hecho de estar vivo. Es estar allí con los cinco sentidos, con todo el propio ser. Es saber que estoy siendo, es saber que estoy mirando, para saber que estoy oliendo, escuchando, disfrutando de todo lo que ofrece la realidad. Es estar despierto en el verdadero sentido del despertar.
Hay conciencia del objeto externo (de la montaña, el río, las olas, la arena de la playa), pero también la conciencia del sujeto (del propio yo). Ser consciente es disfrutar de ese exterior que me llega, que me regala la vida, pero ser autoconsciente supone tener la mente despierta y saber que esto que pasa, me está ocurriendo a mí ahora y aquí y a nadie más, y que sólo si soy plenamente consciente de ello, lo vivo con la intensidad que merece el momento.
Escribe Raimon Panikkar: «Nuestro punto de partida, por supuesto, es la conciencia humana. Cuando esta conciencia se vuelve sobre sí misma, nos descubrimos como a ser viviente. El hombre tiene este sentido sui generis de autoconciencia, de ser vivo, de ser portador de algo que identificamos con nosotros mismos y que llamamos (nuestra) vida»(1).
La autoconciencia exige una parada en el tiempo. La velocidad es enemiga de la autoconciencia. Cuando se vive de manera acelerada, todo transcurre como en una película a cámara. Por esta razón, el primer acto de conciencia es una parada. Se produce cuando uno deja de repetir indefinidamente el mismo gesto, para pensar, para mirar lo que está haciendo, para tomar distancia de sus actos. Esta parada no es un fin en sí mismo. Determina una reflexión que hace la acción más perfecta en la calidad, aunque pierde seguridad en la ejecución.
El acto de la conciencia es, por destino, una parada activa. Requiere que la persona reúna todas sus fuerzas para bloquear la pendiente vital, que examine con rapidez una situación compleja, triunfe sobre las múltiples resistencias, se forme un juicio, tome una decisión e inicie una acción. En su integridad, nunca es puro y simple registro, pura y simple verificación. No es un vago reflejo de las cosas en la superficie de nuestra sensibilidad; es iniciativa de acción y acción intensa.
Ser consciente consiste en contemplar los propios pensamientos. La conciencia es la unidad con uno mismo. Cuando soy consciente de mí mismo, regreso en casa; cuando pierdo la conciencia, estoy fuera de mí, me alejo, quién sabe a qué lugar. Todos los pensamientos e ideas nos alejan de nosotros mismos, pero también de la realidad que ahora y aquí nos rodea. Son excusas para escapar, a menudo para escapar del mundo. Cada fuga, sin embargo, es una pérdida vital, un instante de vida desperdiciado. La vida de los demás es, además, un buen mecanismo para escapar de la autoconciencia. Mientras se piensa en la vida de otros, se ahorra en pensar en la propia.
Tomar conciencia no consiste en separarse de la realidad, que aquello que se hace. Es todo lo contrario. Es vivir plenamente lo que se está haciendo, lo que se tiene entre manos. Así pues, curiosamente, la conciencia es el modo de vivir pacíficamente sin: totalmente ahora y completamente aquí.
Contra la vida mecánica
La vida rutinaria es un obstáculo para autoconciencia. Se vive a piñón fijo, repitiendo rituales y pequeñas ceremonias cotidianas de lunes a viernes. Las semanas pasan, pero no son vividas; pasan las vacaciones, pero no son vividas, porque hay una falta de conciencia. Cuando nos damos cuenta que no vivimos la vida, necesitamos vivir experiencias intensas, sentir emociones fuertes, pero esta reacción no es otra cosa que la reacción a una vida sin alma. Lo que debemos hacer autoconciencia, vivir despierto.
Albert Camus se hace eco de la vida mecánica cuando escribe: «levantarse, tranvía, cuatro horas de oficina o fábrica, comida, tranvía, cuatro horas de trabajo, cena, dormir y lunes martes miércoles jueves viernes y sábado con el mismo ritmo: este camino es aun cómodo la mayoría de las veces. Sólo que un día se encuentra el ‘porque’ y todo empieza dentro de este agotamiento teñido de sorpresa. ‘Empezar’, esto es importante. El hastío se halla al final de los actos de una vida maquinal, pero al mismo tiempo abre el movimiento de la conciencia. La desvela y provoca la continuación. La continuación es el regreso inconsciente a la cadena, o es el despertar definitivo. Al final del desvelo o despertar, viene con tiempo la consecuencia: suicidio o restablecimiento. En sí, la lasitud tiene algo de asqueroso. Por lo tanto, debo concluir que es buena. Porque todo comienza con la conciencia y nada vale la pena sino por ella»(2).
El escritor francés lo expresa de manera diáfana: todo empieza con la conciencia. Es peligroso tomar conciencia de cómo se vive, de cómo se dispone del tiempo y del propio talento, pero es la única manera de vivir despierto. Después del despertar, nada será como antes. Esto no significa, necesariamente, que uno cambie todas sus rutinas y ceremonias, pero se vivirán de otra manera, como actos llenos de sentido.
Escribe Emmanuel Mounier: “La toma de conciencia no es un dejar pasar, un sueño, es un combate, y el combate más duro del ser espiritual, la lucha constante contra el sueño de la vida y contra esta borrachera de vida que es un sueño del espíritu”(3). Es arduo el ejercicio de detenerse y frenar el ritmo neurótico de la vida, pero sólo si hay una conciencia, habrá vida espiritual y, por lo tanto, libertad.
«La parada que inaugura el acto de conciencia -escribe el filósofo personalista- ha sido para cierto número de nuestros contemporáneos un pretexto para huir de la acción. Como el corredor de Zenó, perdiendo en la reflexión sobre la carrera lograr el objetivo. El filósofo, en lugar de abrir su razón, razona sobre la razón hasta perder el aliento. El historiador olvida Napoleón en la historia de los historiadores de Napoleón. La vida interior sirve como excusa para despertar de la vida exterior. La introspección reemplaza la acción en lugar de aclararla, el sueño sustituye la realidad en lugar de transformarla. La política se pierde en los discursos, el espíritu público en la opinión, la espiritualidad en efusiones, el pensamiento en prolegómenos, la energía en caprichos»(4).
Es necesario que la autoconciencia sea el punto de partida, la conciencia creadora. La parada no es una vía de escape. Todo lo contrario. Es el comienzo de la acción, de una acción que tiene el yo como una causa verdaderamente eficiente. Cuando se vive con conciencia, el ego es el protagonista de su propia vida. Entonces soy yo quien vive y no los otros que viven en mí; soy yo quien toma las decisiones, pero también soy yo quien sufro y quien se equivoca.
La conciencia es apertura. Ésta puede ser más ancha o más estrecha. Cuanto más ancha sea, más campo de visión y de uno mismo. La conciencia de uno mismo saca la persona del sueño del automatismo, y también de la fascinación del presente o de las evasiones de la conciencia soñadora. La sitúa frente a sí misma y por delante del mundo. Vivir automáticamente no es vivir; es adoptar la forma de autómata, pero vaciar la vida humana de toda su singularidad y creatividad inherente. La conciencia de sí mismo o autoconciencia es una valiosa opción, una apuesta por una vida derecha, ancha y aireada. Es en este punto cuando la conciencia llega a su plenitud.
El valor de la lentitud
La lentitud del ritmo ayuda a tomar conciencia, a hacer una parada. Cuando se va despacio, todo se percibe con más detalle, el flujo de la realidad se disfruta con más intensidad: el rumor de las hojas, el salto del agua, el olor de los matorrales cuando queman, la potencia del sol sobre el dorso.
“La lentitud -escribe Emmanuel Mounier- favorece la calma, en control de uno mismo, el sentido de la responsabilidad, la seriedad de la palabra, la meditación y la contemplación, la ponderación y la perseverancia en la acción, la serenidad afectiva. Sin embargo con frecuencia conlleva la indolencia, la indecisión, la apatía, la rigidez, la pesadez del espíritu, la timidez y la melancolía”(5).
En el acto de conciencia, el yo toma distancia de todo lo que lo rodea. Se siente atado al mundo, que forma parte de él, pero al mismo tiempo, se descubre a sí mismo como una partícula inconexa, como un ardiente signo de interrogación.
Somos no sólo conocimiento, sino también conocimiento de nosotros mismos. En la conciencia se revela no sólo el ente, sino también el mismo ser revelado.
Escribe Karl Jaspers: «la naturaleza calla; si parece expresar algo en sus formas, en sus paisajes, en sus enojadas tormentas, en las erupciones volcánicas, en sus vientos flojos o en calma, jamás dará respuesta. Los animales reaccionan con sentido, pero no hablan. Sólo el hombre puede razonar. El hecho de entenderse mutuamente en la conversación y poder dar respuesta, se encuentra sólo en los hombres. Sólo en el hombre existe conciencia de sí mismo en el pensamiento”(6).
En la toma de conciencia, el ser humano se eleva por encima de la vida vegetativa, pero también sobre la vida animal. La historia de la evolución ha hecho posible la aparición de un ser que es consciente de estar allí, que sabe que está allí y que desea hacer de su vida un viaje único y singular. La persona es la naturaleza consciente de sí misma y esto no es una mera coincidencia, o azar, sino el resultado de una evolución de la materia viva a lo largo de millones de años.
Escribe Karl Jaspers: «Cuando ha empezado la reflexión, el hombre toma conciencia de su incertidumbre y de su abandono. Los hombres necesitamos valentía cuando pensamos sin velos. Debemos entrar en la oscuridad con sus ojos abiertos y no sin repensarlo. El valor infunde esperanza. Sin esperanza no existe vida. Mientras haya existencia, habrá siempre un mínimo de esperanza, que en realidad sólo es la fuerza del coraje”(7).
Conciencia y transformación
La conciencia transforma radicalmente el ser. Nada será como antes. Sé que estoy. Sé que no estaba allí. Sé que dejaré de estar. Sé que soy frágil y corrupto y que mi tiempo en este mundo es limitado. El acto de conciencia es una fuente de sabiduría. No aporta conocimientos ni lenguajes, tampoco información; pero da la verdadera dimensión de mi ser. Me hace un poco menos ignorante de mí mismo.
Me doy cuenta de que, antes de mi nacimiento, no estaba allí. Me doy cuenta de que, después de mi muerte, ya no estaré más en este mundo. El nacimiento y la muerte están incluidos en la existencia de todo ser vivo. Sin embargo, esto sólo lo sabe la persona.
El nacimiento físico es un nacimiento inconsciente. No es premeditado, ni decidido por uno mismo. Cada ser humano se encuentra nacido, parido del vientre de la mujer. El niño, cuando se da cuenta de que existe, tiene la impresión como si siempre hubiera existido y hubiera despertado de un sueño inexplicable retrospectivamente. Cuando oye hablar del nacimiento, no le viene ningún recuerdo. No hay experiencia del comienzo de la vida.
Sin embargo el conocimiento espiritual consiste en tomar conciencia, en darse cuenta del regalo de la vida. Este segundo conocimiento es el inicio de la vida espiritual, pero también el inicio de la vida adulta propiamente dicha.
Es un aprendizaje que cada ser humano puede hacer; un acto de voluntad en el cual hay en el juego la posibilidad de vivir, en primera persona, la vida que nos es dada.
(1) PANIKKAR, El ritme de l’ésser, Fragmenta, Barcelona, 2012, pág. 421
(2) A. CAMUS, El mite de Sísif, Edicions 62, Barcelona, 1987, pág. 25-26.
(3) E. MOUNIER, Obras completas, II, Sígueme, Salamanca, 1993, pág. 287.
(4) IBÍDEM.
(5) IBÍDEM, p. 296.
(6) K. JASPERS, Iniciació al mètode filosòfic, Edicions 62, Barcelona,
1993, pág. 47.
(7) IBÍDEM, pág. 57.